RAMOS MILLÁN, Antonio; SALVADOR VENTURA, Francisco; AGUAYO DE HOYOS, Pedro y PÉREZ MURILLO, María Dolores (eds.). La historiografía de los estudios monásticos en España. Entre el cristianismo y el islamismo, monjes, morabitos y frailes. Granada: Universidad de Granada, 2022, 335 pp. [ISBN: 978-84-338-7017-9]

«Lo sagrado está saturado de ser» es la frase de Mircea Eliade, en su Lo sagrado y lo profano, que ha sido escogida como epígrafe para el volumen que hoy reseñamos. Esta sentencia recoge con gran tino lo que supone la experiencia religiosa, pues ésta impregna por completo la vida humana a lo largo de la historia. No es una experiencia desencarnada de lo terreno, sino que lo místico, lo religioso y lo ascético trascienden el plano puramente espiritual y quedan entreverados con lo social, lo económico, lo cultural o lo político. En definitiva, la experiencia de lo sagrado en las sociedades es una experiencia hondamente humana.

Con esta premisa como punto de partida, el presente libro recoge los frutos del curso que organizó el Centro Mediterráneo de la Universidad de Granada en el verano de 2021 en el municipio gaditano de Chipiona. A lo largo de estas páginas, se presenta una panorámica bastante completa sobre el sentido y el significado de la experiencia monástica y ascética en la Península Ibérica a través de los siglos. Al haber tenido su origen en un curso de verano, esta obra nace con una rica vocación pedagógica que busca sintetizar el estado actual de los conocimientos sobre el monacato peninsular desde una perspectiva diacrónica.

El libro tiene tres ejes principales. El primero de ellos es el que tiene que ver con la realidad del monacato cristiano. El segundo, con el ascetismo y misticismo de raigambre islámica. Por último, dado el compromiso local y social de este curso, el tercer ámbito tiene al municipio de Chipiona y su Santuario de Nuestra Señora de Regla como protagonistas.

Pasando ya a comentar la estructura y contenido del libro, éste se vertebra también en tres grandes bloques en los que se distribuyen las distintas aportaciones realizadas. El primer bloque lleva por título Introducciones. El monacato cristiano, el misticismo islámico, el Monasterio de Regla. Esta primera parte se abre ante el lector como una suerte de pórtico, de antesala, a todo lo que se tratará en el resto de la obra. Es, por tanto, un primer acercamiento con los distintos ejes que comentaba. El autor del capítulo inaugural es el profesor Ramón Teja (pp. 19-34). En sus páginas ofrece una aproximación al monacato cristiano diferente a la habitual. Más allá del estudio de las reglas monástica, el autor opta por recorrer otro tipo de literatura monástica, no tan visitada por los historiadores, pero igualmente rica y valiosa. Mientras que en occidente el fenómeno monástico tuvo un carácter más normativo, en oriente «se impuso la literatura del desierto y de la soledad como fenómeno cultural y religioso» (p. 20). Hace un vívido repaso por lo que supuso la experiencia del silencio, que no es silencio yermo, sino silencio dialogado, en la vida de los monjes. Es una aproximación sugestiva a una realidad indisociable del fenómeno monástico. Aunque la desigualdad de fuentes hace que se incline más hacia el análisis del oriente, no se resigna a trazar algunas comparativas con el monacato occidental. Tampoco olvida el ascetismo hispano, del que conocemos casos puntuales como son los de Valerio del Bierzo, Fructuoso de Braga o Millán de la Cogolla.

Después de la presentación del monacato cristiano, el segundo capítulo está dedicado al misticismo islámico peninsular (pp. 35-63). Corre a cargo de María Isabel Fierro, investigadora del CSIC, que nos acerca con profundidad, pero de una manera muy didáctica. Comienza trayendo un caso particular andalusí, el de Sulayman al-Saqqaq, que sirve para comprender las difíciles y, en ocasiones, enriquecedoras tensiones entre la tradición y la innovación en toda experiencia religiosa. Con gran acierto, además, esboza con claridad y concisión las principales prácticas religiosas islámicas, agrupándolas en ritos formales, prácticas devocionales ritualizadas y celebraciones periódicas. De este modo, el lector no iniciado en el mundo islámico y andalusí podrá comprender perfectamente cómo se configura la religiosidad habitual en la práctica cotidiana islámica. La norma y su cumplimiento primaban sobre la convicción religiosa en muchas ocasiones. Cierra su espacio con una rica exposición de distintas noticias sobre ascetas islámicos en al-Ándalus, es decir, hombres y mujeres a los que no les bastaba con vivir a través del cumplimiento de una normativa y decidieron emplear sus vidas en transitar las sendas de la búsqueda del perfeccionamiento espiritual.

Finalmente, Antonio Ramos Millán, profesor de la Universidad de Granada y oriundo de Chipiona, cierra el primer bloque con un capítulo sobre el Monasterio de Regla (pp. 65-100). Si los dos capítulos precedentes han servido para presentar los dos primeros ejes, éste pretende imbuirnos en el eje local. A lo largo las páginas que escribe, el autor realiza un recorrido por la historia tradicional que se ha narrado sobre el Santuario, destacando el papel de los agustinos y los franciscanos en su génesis, para después repensar la historia del cenobio chipionense. Para ello parte desde un denso marco teórico sobre el que cimenta sus propuestas posteriores. Éstas son fundamentalmente tres. En primer lugar, partiendo desde el icónico ‘ajimez salvado’ del Monasterio de Regla se adentra en la historia del cenobio, poniendo su origen en época visigoda y explorando su evolución en época islámica y su retorno como espacio de culto cristiano. En segundo lugar, identifica el actual Santuario con el cenobio Nono fundado por Fructuosa de Braga. Es una propuesta sugerente que avivará el debate sobre la topografía monástica peninsular. Finalmente, asume y justifica la propuesta de Eduardo de Saavedra, arqueólogo decimonónico, que defendió la ubicación de al-Masāŷid, lugar mencionado por al-Idrisi, en Chipiona. De esta manera, interpreta que Las Mezquitas serían un almonastir dependiente del ribat en el que se habría convertido el actual Santuario. En definitiva, hace una lectura novedosa y amplia de este espacio tan significativo para la historia del pueblo chipionense.

En el segundo bloque, titulado Transversalidades. La agencia cultural del monacato, la propuesta es recorrer aquellos aspectos del monacato que no pertenecen al ámbito de la espiritualidad y sí a su condición de obras humanas concretadas en unas sociedades determinadas. Con esta premisa de fondo, el profesor Pablo C. Díaz, máximo exponente en el estudio del monacato hispanovisigodo, repasa la vertiente económica y social de los cenobios hispánicos (pp. 103-123). De esta manera, muestra su rostro más humano y social, pues, aunque persiguiesen altos ideales espirituales, la realidad fue muchas veces más prosaica. Los monasterios de Hispania no escaparon a las formas de relación social propias de su tiempo. Asimismo, fueron espacios autosuficientes, por lo que su implicación en el trabajo diario, mediante la ganadería o la agricultura, así como el comercio tuvieron una gran importancia. Del mismo modo, los monasterios poseían unos servi que trabajaban también sus propiedades, ya que eran población dependiente del monasterio, aunque no fuesen miembros de la comunidad monástica. Otro aspecto interesante fue el de las donaciones fundacionales y la acumulación de bienes. Las comunidades debían conjugar y encontrar el equilibrio entre la propuesta de pobreza que debían asumir sus miembros y el enriquecimiento paulatino del monasterio como agente sociocultural comunitario. En definitiva, una aproximación certera y directa a la vertiente socioeconómica de los cenobios hispanovisigodos.

A continuación, es el profesor Santiago Castellanos quien pone de relieve los aspectos ideológicos escondidos en la literatura religiosa tardoantigua (pp. 125-138). En este caso, es la hagiografía hispana la que es examinada con objeto de desvelar lo que tienen de social, real e incluso político estas narraciones veladas a menudo por el aura de la santidad y la ejemplaridad de vida. Castellanos, que ha trabajado en el pasado de forma más extensa y profunda la hagiografía hispana, muestra cómo el objetivo principal de todas estas narraciones no es otro que el de impulsar las estructuras monásticas. Son, por tanto, medios de propaganda que pretenden dar fama y reconocimiento a los distintos monasterios y lugares de culto y peregrinación que están eclosionado por todo el solar hispano. Además, cada una de éstas está empapada por el contexto en el que se redactan. De esta forma, por ejemplo, destaca el acercamiento de la monarquía visigoda a Clotario II que subyace en la Vita Desiderii; las distintas caras de Leovigildo, según se lea la Vita Aemiliani o las Vitas Sanctorum Patrum Emeretensium; o cómo la Vita Fructuosi pretende subrayar al Fructuoso monje y fundador antes que al obispo.

Después de haber explorado la dimensión socioeconómica y la ideológica del monacato, el otro aspecto que queda por ser tratado en lo que se refiere a su agencia cultural es el arquitectónico. Es Isidro Bango Torviso, experto en arte prerrománico y románico, el que analiza la compleja evolución de la arquitectura monástica en España (pp. 139-158). Su contribución está dedicada a mostrar una paradoja vivida en el seno de los monasterios europeos. Su éxito, la fama de santidad de sus monjes, fue la ruina de sus ideales. La gran acogida que tuvo en la sociedad este estilo de vida provocó que hubiese fieles que donasen todo a los monasterios, como una ofrenda para ponerse al amparo espiritual de la comunidad orante. Esto fue lo que ocasionó la monumentalización de la arquitectura del claustro, antaño regida por criterios funcionales y con la austeridad evangélica como piedra angular. La primera planta conocida de un monasterio conocido es el de Sankt Gallen, del s. IX, en Suiza. En la Península Ibérica habrá que aguardar hasta el siglo XI para asistir a la adopción de la homogeneización monástica europea, coincidiendo precisamente con la difusión del románico. Sin embargo, tal y como muestra el autor, la vida monástica en la Edad Media vivió un constante abandono y vuelta a los orígenes en pos de volver a abrazar los ideales puramente evangélicos. La injerencia de los poderes sociales, como podían ser obispos y reyes, afectó también notablemente a la manera de concebir los espacios arquitectónicos monásticos. Estas personalidades quisieron hacer de los cenobios sus lugares de enterramiento. En los monasterios del Císter se vivió especialmente esta disputa. En España, por ejemplo, explora Bango el caso del monasterio de Santa María la Real de las Huelgas, fundado en el siglo XII para monjas cistercienses y concebido como panteón regio.

Genealogías. La metamorfosis histórica de la vida consagrada es el título del tercero y último de los bloques. Una vez sentadas las bases, la propuesta de esta última parte es la de recorrer la historia del monacato y ascetismo en la Península Ibérica en un sentido diacrónico, partiendo desde el primer monacato hispano y alcanzando hasta la contemporaneidad. Estas pinceladas generales sirven para hacerse una idea aproximada sobre la evolución de esta práctica en las distintas épocas de la historia peninsular.

El que inicia este recorrido es el profesor Francisco Salvador Ventura, de la Universidad de Granada y otro gran conocedor de la religiosidad de época tardoantigua, con un capítulo dedicado al monacato hispano desde sus orígenes hasta su momento de mayor esplendor, su floruit, en el siglo VII (pp. 163-184). Los orígenes del monacato en Hispania son difíciles de reconstruir debido a la parquedad de las fuentes que nos han quedado al respecto. Además, los primeros indicios de ascetismo en la península están ligados al priscilianismo, lo que resulta ser una complejidad añadida. Las noticias sobre monjes y monasterios son, en general, bastante pobres durante los siglos V y VI. Llama la atención el papel que desempeñan personajes foráneos en la organización del monacato, tales como Martín de Dumio en el reino suevo o el norteafricano Donato, fundador del Monasterio Servitano. Sin embargo, será ya en el siglo VII cuando se produzca una auténtica eclosión de los cenobios peninsulares. Se integrarán en la cotidianeidad religiosa del reino, se organizarán en torno a las cuatro reglas que nos han llegado (Leandro de Sevilla, Isidoro de Sevilla, Fructuoso de Braga y la regula communis) y proliferarán por todo el territorio. Además, los monasterios, desde sus orígenes, tuvieron una importante implicación social a través del ejercicio de la caridad. El caso hispanovisigodo no fue una excepción y sus cenobios jugaron un papel social muy activo mediante la asistencia social a los necesitados, la hospitalidad con los peregrinos y el cuidado de enfermos y ancianos.

La caída del reino toledano no supuso el fin de la vida cenobítica peninsular. Juan Pedro Monferrer Sala, profesor en la Universidad de Córdoba, muestra la suerte de los cenobios mozárabes que había en torno a la ciudad de Córdoba durante los siglos IX y X (pp. 185-207). En esos siglos, los cristianos fueron desplazados a los arrabales de la ciudad y los monasterios fueron poblando las montañas aledañas a Córdoba. Aunque no hay muchas noticias directas sobre la situación de estos cenobios, se sabe que continuaron la línea marcada por la tradición hispanovisigoda. Además, se fueron constituyendo como impresionantes focos culturales en los que se impartía educación a jóvenes de distintas procedencias. Según expone Monferrer, hubo numerosos monjes que tuvieron un excelente conocimiento de la lengua árabe. Esto permitió que la tradición y la memoria de estas comunidades se mantuviese vida incluso en los casos en los que tuvieron que emigrar hacia tierras más septentrionales.

Adentrándonos en época musulmana, el siguiente capítulo ahonda en la mística y el ascetismo sufí de la mano de Rafael Azuar Ruiz (pp. 211-233). La perspectiva que nos ofrece no se queda en lo espiritual, sino que aterriza en su concreción material y espacial. De esta manera, repasa la historiografía que se ha ocupado de râbiţa/s, ribâţ/s, al-monastîr/s y zâwiya/s, cuyos límites y diferencias no siempre han resultado fáciles de discernir. Su propuesta se concreta después en un interesante análisis sobre la rábita de Guardamar de Segura, que es la rábita más antigua que se conoce de al-Ándalus. Tuvo una primera fase como ribâţ que dio paso en época califal a una râbiţa. Ésta experimentó un proceso de monumentalización en el que el lugar quedó articulado en torno a tres ámbitos: el área de acogida, que era la zona más externa, en la que se acogía a los visitantes; el área sacra, en la parte más alta del yacimiento, donde se encuentra una gran mezquita; y el área cenobítica, que se encontraba más reservada y era el espacio de uso y culto de los morabitos. El descubrimiento y el estudio de esta rábita de Guardamar de Segura es clave para la comprensión del desarrollo de este tipo de conjuntos en al-Ándalus.

La contribución de Virgilio Martínez Enamorado continúa la misma línea. En este caso, el profesor de Málaga se centra en el estudio de las rábitas y ribates de la costa atlántica (pp. 235-260). Parte de una premisa fundamental. La naturaleza de los ribats es eminentemente religiosa y mística, es su cualidad indisociable. Sin embargo, su carácter defensivo no se encuentra siempre, como se deduce de una lectura atenta a las fuentes. Por tanto, defiende que para la identificación de estos centros de culto hay que no centrarse tanto en la presencia o ausencia de elementos de naturaleza defensiva, pues esto puede llevar a errores. Para sustentar sus palabras, ha elegido utilizar el caso de Rota como paradigma. El ribat que se ubicaba en este municipio está bien documentado en las fuentes escritas, sin embargo, la carencia de elementos arqueológicos ha llevado a algunos investigadores a negar la evidencia textual. Por eso, insiste el autor en la necesidad de incidir en el genuino carácter religioso de estos espacios. Finaliza su contribución con una interesante síntesis sobre el estado actual del morabitismo en la actual costa gaditana, repasando algunos lugares como el Puerto de Santa María, Chiclana, Barbate, Vejer de la Frontera (con especial atención al caso del Despoblado de Patría), Los Caños de Meca o el ya mencionado caso de Las Mezquitas, recientemente localizadas en Chipiona.

A continuación, las miradas se vuelven hacia el Santuario de Nuestra Señora de Regla en los dos capítulos siguientes. José María Miura Andrades, de la Universidad Pablo de Olavide, nos acerca la presencia de la regla y de la orden de san Agustín hasta el Antiguo Régimen. Con una gran capacidad de síntesis, efectúa un repaso desde la concepción monástica del propio obispo de Hipona, pasando por la acogida y la implantación de su regla en la Península Ibérica y llega hasta la fundación de la Orden de los Ermitaños de San Agustín en el siglo XIII. Es interesante las dificultades que sufrieron estos religiosos para adaptar su modo de vida eremítico a los modos de vida propios de las órdenes mendicantes de la época, así como los enfrentamientos entre agustinos y canónigos regulares por la reivindicación de la herencia identitaria de san Agustín. Cómo se produjo su expansión por la Península Ibérica es algo de lo que se sabe poco, pero sí que se tiene buena constancia de que su llegada a Andalucía se produjo durante el proceso de conquista del mediodía peninsular y la posterior repoblación castellana del valle del Guadalquivir. Este es el contexto en el que llega hasta Chipiona la advocación de Nuestra Señora de Regla. Esta devoción fue traída por unos Canónigos Regulares que procedían de León. Lo interesante de esta aportación también es el análisis social que ofrece a partir de la recepción de la orden agustiniana antes del siglo XV en Andalucía. No es una cuestión estrictamente religiosa, sino que entran en juego dinámicas sociales y de identidades regionales. Por el contrario, ya entrados en el siglo XVI, los agustinos experimentarán un auge en Andalucía.

Si la Orden de San Agustín fue una de las dos que ocuparon el Santuario de Regla, la otra fue la Orden de los Frailes Menores, es decir, los franciscanos. Por tanto, esta intervención versará sobre esta orden. José Echevarría, capuchino y profesor de la Facultad de Teología del Norte de España en su sede de Vitoria, es el que se adentra en la contemporaneidad en el volumen (pp. 281-309). En su contribución analiza el proceso de restauración de la orden franciscana tras la exclaustración de 1836. A lo largo del meticuloso recorrido que realiza por este proceso, destacan algunas cuestiones. En primer lugar, el papel de los colegios de misioneros, ya fuesen para Filipinas, Tierra Santa, Marruecos, Cuba o Puerto Rico. Las provincias franciscanas que contaron con uno vivieron una mayor pujanza en el proceso restaurador, ya que generaban un mayor dinamismo en sus comunidades. En ellos confluían la comunidad, estructuras formativas, bibliotecas o enfermerías. Además, estos colegios fueron la fórmula idónea para poder encontrar el equilibrio entre la restauración de la orden y el mantenimiento de las misiones, que tan importantes habían sido para el carisma franciscano. En segundo lugar, es importante reseñar la labor pastoral llevada a cabo por los franciscanos en este período a través del mantenimiento de santuarios. El cuidado y atención a las devociones populares facilitó su reinserción en el marco religioso español. En último lugar, Echevarría no pierde la ocasión de mirar también hacia los terciarios, los laicos franciscanos, que fueron los que mantuvieran viva el espíritu de San Francisco de Asís hasta la restauración. En concreto, estudia el rol pionero del Monasterio de Nuestra Señora de Regla de Chipiona en este proceso. Tuvo su origen en el desdoblamiento del Colegio de Santiago y, así, nació también como Colegio de Misioneros para Tierra Santa y Marruecos. Además, su fundación estuvo a cargo del P. Lerchundi, franciscano carismático y polivalente, que dejó gran huella en la memoria franciscana chipionense. El caso de Chipiona, además, es un buen ejemplo del dinamismo generado por la presencia de estos colegios en las provincias, ya que la Provincia de Granada experimentó un gran auge de mano de la institución fundada en la costa gaditana.

Por último, José Leonardo Ruiz Sánchez, profesor en la Universidad de Sevilla, cierra el volumen. Su contribución tiene sentido por sí misma, pero, además, también en diálogo con el resto de la obra. Su capítulo se centra en la historiografía de los estudios de religión en España. Durante buena parte del siglo XX, la historiografía religiosa en España se encontraba anquilosada en un paradigma excesivamente eclesiástico y clerical. Eran religiosos los que copaban las investigaciones sobre la Iglesia. En otros países, como Francia, se había producido una notable evolución en este ámbito. Historiadores creyentes, pero laicos, habían ido impulsando una renovación de la historiografía religiosa. La apertura que supuso el Concilio Vaticano II ayudó sin ninguna duda en esto. En España, sin embargo, el panorama era distinto. Había un vacío historiográfico de fondo. Como dice Ruiz: «Existía falta de definición (qué era historia religiosa, su campo de estudio, precisión de conceptos -historia religiosa, de la Iglesia, clerical- y términos fundamentales» (p. 313). Sin embargo, entre 1990 y 2015 se experimentó por fin un avance, de la mano de profesores como Feliciano Montero. Del estudio del institucionalismo eclesiástico se pasó a reivindicar las visiones sociales, económicas o culturales de la religión y la Iglesia. De esta manera, se dotaba a la investigación sobre la religión de una metodología científica y académica. En definitiva, Ruiz Sánchez explica el proceso de la historia eclesiástica a la historia de lo religioso. Al mismo tiempo, más allá de esta interesante contribución, una aportación de corte historiográfico sirve como broche idóneo al volumen, pues sirve para que los asistentes al curso, en su momento, y los lectores, en el presente, reflexionen sobre los posibles nuevos rumbos que debe tomar la historiografía que se ocupa sobre el hecho religioso.

En definitiva, el libro que reseñamos es una aportación muy sugerente en el panorama historiográfico español relacionado con los estudios monásticos. Por un lado, constituye una buena obra de síntesis general sobre el estado actual de los conocimientos, que van siendo presentados de un modo ordenado y coherente. Por otro lado, esta contribución puede sentar un precedente muy interesante: el establecimiento periódico de cursos y reuniones científicas que aborden la experiencia religiosa hispana en todas sus vertientes. Sin duda, ésta sería una gran noticia. Foros de este tipo permiten crear debate sobre la historiografía que se está produciendo actualmente en España relativa a la experiencia religiosa hispana y al mismo tiempo son canales de divulgación de gran atractivo para la sociedad.

Jesús Huertas Gómez
Universidad de Granada
jhuertasgomez@ugr.es